Era extraño, porque no tenía necesidad de respirar. Permaneció bajo el agua con el cuerpo ya acostumbrado a la temperatura y disfrutando de una extraña tranquilidad tan suave y agradable como el líquido que le rodeaba. Tan a gusto estaba que pasó mucho tiempo, quizá un par de meses, flotando en la penumbra.
Entonces la niebla llegó hasta donde él estaba, y con ella un descenso de temperatura que le puso los pelos de punta. Mirara donde mirase no podía ver nada. La espesa niebla ocultaba todo.
La situación había cambiado. Ya no estaba tranquilo. Ni cómodo. Quizá ya no fuese el mismo que saltó al agua. Sea como fuere, decidió salir de allí. Buceó hacia arriba con rapidez, aunque a pocos metros de la superficie frenó, dudando. Sabía que una vez fuera, empapado, tendría mucho frío. Mucho más que el que estaba sufriendo entre la niebla. Pero también tenía claro que no debía permanecer allí abajo, incómodo, aunque la salida fuese dolorosa.

Se dió impulso con los brazos. Desde fuera, si no fuese por la niebla, se podría haber visto una mano emerger del agua.